abril 25, 2010

Sí hay que apretar… pero sin ahorcarnos

Toda mi vida hasta antes de casarme, fui "antifruta". Al despertar, los primeros pensamientos que llegaban a mi mente olían a chilaquiles verdes, o a quesadillas con chiltepín. Jamás comía una manzana o un plátano por franco antojo. Ya hasta que mi mamá había insistido demasiado, finalmente yo cedía ante sus peticiones. Cuando me casé, algo cambió dentro de mí.
De repente fui consciente de que ahora yo tenía en mis manos la salud de mi propio cuerpo ¡y la del de alguien más! Inmediatamente me dediqué a la ardua labor de cambiar mis hábitos alimenticios y los de mi esposo. Cuando me embaracé, las comidas saludables también incrementaron, y cuando llegaron los bebés, la búsqueda de lo nutritivo y natural siempre ha sido prioridad. Por las mañanas, todos tenemos que cumplir nuestra cuota: un abundante plato de frutas con yogurt, si es que queremos tener boleto para el siguiente platillo. Por supuesto que no fue fácil al principio, y muchas veces hemos tenido que insistir con firmeza en que así son las reglas y no vamos a cambiarlas. Actualmente, cuando mis hijos tienen hambre, lo primero que piden es una manzana, una pera o un plátano. Lo buscan como si fueran dulces o bombones.

Hace unas semanas, fui consciente de otro hábito importante que teníamos que cambiar en la familia: ningún hombre de esta casa tomaba agua natural para saciar su sed; todos buscaban agua de limón o cualquier otra bebida azucarada, incluso entre comidas. Cuando finalmente decidí hacer la transición, hubo lágrimas, enojos, reclamos, niños sedientos e irritables todo el día, abuelos desconcertados; pero insistí con firmeza sin quitar el dedo del renglón: "si tienen sed, allí hay agua natural; no hay nada más" (Incluso a la hora de la comida) Han pasado cerca de cinco semanas desde que tomamos esa decisión. En la segunda semana, mi esposo decidió poner una jarra de dos litros llena de agua, en el refrigerador, para su uso personal…y diario tiene que llenarla. A las tres semanas, Mateo, de cuatro años, dijo un día: "mamá, tengo mucha sed. Creo que voy a servirme agua natural. Mmm… ¡deliciosa!". La semana pasada, Pablo, de dos años y medio, fue a la cocina, cogió un vaso, fue al garrafón, se sirvió agua, subió las escaleras y me dijo: "mira, mamá, me serví agua yo solo", y volvió a hacerlo tres o cuatro veces, cada vez que se le acabó el agua. (Caleb llevó la ventaja, porque como sólo tiene un año, él la aceptó gustoso desde el principio)

Desde hace tiempo hemos descubierto que los niños vienen equipados con anhelos internos que los motivan a descubrir, a aprender. Nuestra función es estar atentos a esos deseos y dejar que ellos vayan descubriendo el mundo a su ritmo y de acuerdo a sus intereses. Hemos decidido que buscaremos todo lo necesario para proveer un contexto que propicie aprendizajes significativos. Creemos que el aprendizaje debe ser espontáneo, que debe seguir la propia curiosidad, los intereses e inclinaciones y que debe darse en los momentos en que la persona está más dispuesta o propensa a adquirir el conocimiento. Un aprendizaje significativo germina cuando la mente se encuentra en el momento más fértil para recibir la semilla de la información relevante para ella en ese preciso momento. Es por esto que creemos que los paradigmas escolares coartan este proceso natural y creativo en que las mentes de los niños se abren paso por caminos que no están trazados aún y que no podemos determinar con tanta rigidez.

Sin embargo, muchas veces entro en conflicto porque no sé hasta qué punto debo dejar que ellos decidan lo que les atrae en cada momento dependiendo de las ganas que tienen o no de hacerlo, o si es el momento oportuno para ellos de aprender algo. Por ejemplo, con Mateo, muchas veces tengo discusiones porque cada vez que preparo una actividad para él, no quiere hacerla o quiere hacerla a su manera. A veces me enojo y lo obligo a que lo haga, pero al final, no me gusta el resultado ni el clima en el que trabajamos. Otras veces, desisto y entonces lo dejo que él haga lo que quiere en ese momento y dejo la actividad para después, pero tampoco me gusta la sensación de derrota y vacío con la que me quedo.

¿Hasta qué punto debo obligar a los niños a que hagan las cosas y hasta qué punto debo dejar que llegue el día en que estén interesados por ellos mismos?

Después de experimentar la victoria en las dos áreas que mencioné al principio - la fruta y el agua natural - reflexiono en que mis hijos ahora gozan de una gran libertad al ser capaces de comer saludablemente sin sufrimientos, y de llegar a cualquier lugar y poder saciar su sed aun si no hay agua de limón. Esa libertad es el resultado de un proceso largo de batallar, de lidiar con quejas y berrinches, y de mantenerme firme a costa de todo.  No podemos dejar que los niños hagan lo que quieran. Descubro que en esta primera etapa, cuando mis hijos son pequeños, el establecimiento de límites es indispensable para ir creando una estructura sana dentro de la cual puedan desarrollarse y experimentar libertad. Cuando no hay límites claros, los niños se mueven en libertinaje, no en libertad. Al principio se tiene que ejercer un poquito de presión, pero finalmente, ellos adoptan la convicción y entonces actúan por naturaleza.

Pienso que entonces, el asunto no es cuánto exiges, sino cuánto te involucras emocionalmente. Si el establecer límites me causa enojo o lo tomo como una ofensa personal y uso mi posición de autoridad para imponer y obligar, entonces sí tengo un problema. Pero si en lo profundo de mi interior yo tengo la convicción de que lo que estoy estableciendo es correcto, contribuye al avance corporativo de la familia, y es necesario para el desarrollo sano del niño, entonces no debo albergar el más mínimo gramo de duda o culpabilidad, y debo caminar firme, serena y asertiva, sin desmayar, a pesar de todo lo que eso conlleve.

Últimamente hemos adoptado la misma filosofía de la fruta y la hemos aplicado a algunas destrezas básicas que queremos que desarrollen; por ejemplo, después del desayuno, viene un tiempo de trabajo en el que los niños deben hacer un ejercicio del libro adecuado para su edad. Son veinte o treinta minutos al día, pero son obligatorios. Después de eso, tenemos todo el día para descubrir creativa y espontáneamente, pero damos un momento para formar hábitos de disciplina, persistencia y esmero que creemos, son muy necesarios para nuestros niños. Nos ha costado un poco de trabajo, pero las últimas sesiones han sido muy satisfactorias y ellos se sienten emocionados de ver lo que han logrado. Hasta Caleb está aprendiendo a permanecer quietecito todo ese rato sentado en su sillita con alguna ocupación interesante.

Seguimos creyendo que los niños deben ser impulsados por sus propios anhelos internos, pero eso no se traduce en que andan por la casa haciendo lo que les viene en gana. Sabemos que son niños y que necesitan dirección, así que la damos, sin enojos ni amenazas, sino con seguridad y firmeza, contentos y certeros de lo que estamos haciendo.

Todos preferimos caminar por una escalera con barandales… porque podemos caminar con mucho mayor libertad.

1 comentario:

  1. Muy cierto!!

    Disciplina con amor!!

    Y en toda la vida consecuente se cosechan sus frutos.

    "Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados"

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